La medida de fuerza de las fuerzas de seguridad cristalizó la brecha de calidad que existe entre la sociedad y su dirigencia política en sus respectivas concepciones sobre la democracia. Como si una y otra hubiesen madurado sus convicciones a ritmo diferente, desacopladas.
Mientras en la sociedad es extendido el acuerdo sobre que, aún con los matices del caso, se trata del ejercicio de un derecho democrático; por el contrario, el discurso político ha estado plagado de frases hechas y anacrónicas, cargadas de prejuicio, bien aplicables al contexto del país de hace unos veinticinco o treinta años.
La coincidencia de los diputados jefes de bloque en condenar la desmesura de la protesta verde, fue la máxima expresión de este distanciamiento conceptual sobre la democracia, demostrando solamente la buena salud de la solidaridad corporativa de la política. Puro fetichismo en defensa propia. Alimentó además una contradicción flagrante: el Gobierno campeón de la no criminalización de la protesta social, enrostra a una protesta el peor delito institucional.
Otros argumentos igualmente blandidos por Gobierno y oposición vienen en apoyo de nuestra tesis, como el de que se trata de agentes “que portan armas” o el de la “cadena de mandos” y su contracara, la “insubordinación”. Llama la atención la superficialidad con que se los esgrime, sin tener en cuenta que, ni los agentes buscan usar en el reclamo esas armas que portan, ni la verticalidad puede ser un aparato obturador del reclamo legítimo por los derechos propios.
Realidad o fantasma, en el fondo, esta actitud de la política encierra además una confesión alarmante: es ella la que, erguida en dirigencia civil de fuerzas armadas y de seguridad desde el retorno de la democracia, parece no confiar en el éxito de su propia obra. Una autoconciencia íntima de fracaso que dificulta la credibilidad sobre otros éxitos del mismo relato.
El corazón del problema también tiene que ver con eso. Es una forma de actuar o practicar la democracia, en consecuencia con cómo se la concibe por parte de quienes detentan el poder: en Gendarmería y en Prefectura, como en la sociedad, se privilegió a los encumbrados y perjudicó a los subalternos. Después, se buscó cerrar el camino del reclamo con argumentos como los que recuerdan “la importante función social” que cumplen. Como si estuviera escrito que con el esfuerzo a sueldo de hambre de los de abajo se han de mantener los privilegios de los de arriba. Ciertamente, una versión raquítica de la democracia.
La demonización de la vía cautelar para contener los avances de la arbitrariedad política, denostada como una industria destituyente, es más de lo mismo: la reticencia de la política a aceptar los recursos propios de una democracia republicana para limitar efectivamente los avances del poder.
Queda evidente entonces que, en materia de convicción democrática, ahí marcha la sociedad delante de sus dirigentes, que no logran canalizar las demandas nuevas en sus moldes viejos. Es otra cara de la crisis de representatividad y de la democracia definida tan rudimentariamente por y para los que mejor viven de ella, los representantes.